Como una cita iniciática, como un encuentro simbólico con el otoño, cada 21 de noviembre acudo a la sierra de El Toro.
Y recorro el emblemático barranco de la Cueva del Agua. Una delicia cromática. Toda la vegetación se asoma orlada de tonos rojos, ocres, cobrizos, amarillos… Es una explosión de gamas ubérrimas. La naturaleza engrandece la sierra, con el privilegio ornamental de plantas y arbustos que espiritualizan un bosque denso, armonioso y fecundo, henchido de suprema belleza, entre el acorde dominante de una pléyade de aristas, bloques y vértices calizos, con su aspecto ceniciento, embelleciendo terrazas y desplomes.
Camino despacio, me paro, reflexiono…. Las caricias de las hojas de los rojos arces son como un bálsamo purificador, que mitiga los zarpazos de ventiscas agridulces, de alacranes depredadores. Aquí, rodeado de racimos de bondad, no escucho el reloj de las prisas, de la aceleración urbana. Las sombras, que las hay, son otras. Y lucen, también, con sus colores.
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